La cultura como pasaporte para la felicidad

Hace muchos meses saqué dos entradas en primera fila para ver a la diva de la ópera Cecilia Bartoli en el Auditorio Nacional. Las compré porque ella me gusta pero tampoco conozco en exceso su trabajo.

Pensé que había comprado localidades para un recital de una hora y media y el mismo día de la representación me entero de que se va a semiescenificar ‘La Cenerentola’ y la duración del evento será de tres horas, descanso incluido. Me quise morir o regalar las entradas. Pero al final opté por agarrar a mi Cristina y allí que nos plantamos.

Contra todo pronóstico disfrutamos como gorrinos en un charco. Como todo el mundo que abarrotaba el Auditorio, que se volvió loco cuando la Bartoli salió a saludar.

El poder de la cultura como pasaporte para la felicidad, cada día lo tengo más claro. Siempre fui un niño raro. Tanto que cuando los adolescentes de mi generación flipaban con las tetas de Marta Sánchez yo sufría taquicardias de felicidad cada vez que Paloma San Basilio salía por la tele.

Cuando apareció el vídeo mi familia tuvo que sufrir que yo no parara de poner en la tele del comedor las actuaciones y conciertos que emitían y que yo grababa en cintas y cintas de VHS. Si en mi adolescencia hubiese existido YouTube mis padres no me hubieran visto el pelo jamás.

Engancho cuatro días de fiesta y me voy con Cristina a Abu Dhabi. Echo en la maleta un par de cajas (llenas) de preservativos porque intuyo que voy a triunfar en el mundo árabe.  Una vez habilitada la app de ligoteo me doy cuenta de que no todo el monte es orégano. Pese a que pongo en mi perfil una foto que me hice para Lecturas con una camisa mojada y luciendo cuerpazo tengo un éxito tan relativo que es muy cercano al fracaso. Mucho me temo que utilizaremos los preservativos para adornar la habitación con globos. 

Ahora, cinco de la tarde del domingo, nos vamos a ver la mezquita y a ver si convenzo a Cris para que me acompañe al parque de atracciones Ferrari Land.

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