Lo mejor del verano: volver a ver a mi madre

Viernes, 11.30 del mediodía. Escribo en el salón de la casa de mi madre. Hará media hora que ha empezado a cocinar una paella y el olor inunda la casa. Todo lo que hacen las madres es mejor, no se sabe por qué razón. Y además tienen poderes mágicos. Tenía el oído izquierdo taponado desde el principio del verano. Fue coger el AVE y adiós tapón. Eso es mi madre que me premiaba por ir a verla.

Llegué a Badalona. Antes, pasé con el taxi por la Gran Via de les Corts Catalanes de Barcelona y me pregunté por qué no vengo más a menudo. Barcelona me pareció más bonita que nunca. Más relajada, sin esas masas de turistas que la inundan y a los que les parece que les da igual estar aquí que en Viena. O quizá no, porque debe haber pocas ciudades en el mundo tan atractivas como Barcelona: bella, sensual, misteriosa incluso. Y encima con mar.

Ayer, mientras venía a casa de mi madre, pensaba: «¿Y por qué no volver?». ¿Recuperaría con esa vuelta algo de aquel chico que se fue en el 92? ¿se puede sentir a los cincuenta como a los veinticinco? Llevo menos de veinticuatro horas en su casa y menos mal que me voy dentro de una porque no he parado de comer desde que llegué. Lo último, dos raciones de helado de vainilla con nueces de macadamia. En cuanto vuelva a mi casa, cierro el pico.ç

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