En la visita a los gorilas sientes que estás viviendo algo único

Yo no sabía lo que era el ‘trekking’, porque, de haberlo sabido, no sé yo. Para los que no lo sepan: ‘trekking’ es caminar por sitios donde cuentas con grandes posibilidades de romperte la crisma, a no ser que antes hayas ensayado un poco por lugares que en España no existen. A mí me gusta mucho caminar. Dame una calle Serrano, una Rambla de Catalunya o así y yo me las recorro de arriba a abajo sin rechistar. Y varias veces, además. Pero a lo que voy. Estaba yo en mi casa hace algún tiempo viendo la tele y sale la promoción de un programa de Calleja en el que se lleva a Rossy de Palma a Ruanda a ver gorilas. Y cuando Rossy los ve rompe a llorar emocionada. Y no pude evitar pensar para mis adentros: “Yo quiero emocionarme así”. Y me vine para Ruanda. Las excursiones para ver a los gorilas están formadas por grupos de ocho personas como máximo. En Ruanda hay catorce familias –de gorilas, quiero decir– y antes de que puedas ver a alguna de ellas pasan de cuatro a cinco años, tiempo durante el cual los gorilas se habitúan a tener contacto con humanos. Están absolutamente protegidos y, afortunadamente, se acabó el riesgo de que se extingan. Ahora hay más gorilas que nunca y los cazadores furtivos han pasado a la historia. El turismo no siempre trae cosas malas. Las condiciones para poder verlos son estrictas, está en juego su conservación. Antes se los cargaban para hacer ceniceros con sus manos, así son algunos humanos. Llegar a poder ver a la familia que te asignan depende de la suerte, porque los miembros pueden tener un día juguetón y estar todo el rato moviéndose. A ver: con lo de Calleja yo solo vi el momento en el que Rossy se emociona, pero no qué tuvo que hacer para llegar a verlos. Mi ‘trekking’ duró dos horas y media por sendas que al recordarlas siguen produciéndome temblores. Selva africana, no te digo más. Piedras húmedas, barro, hojas resbaladizas, un señor con machete abriendo paso. Sí. Muchas veces me pregunté qué hacía yo allí.

Pero, claro, luego llega el momento en que los ves y es tan impresionante tenerlos tan cerca. Y recrearte en esas miradas tan especiales que pasan los días y las sigues recordando de una manera nítida, clara. Con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba yo embebido viendo a uno de los gorilas cuando siento que algo me roza las piernas. Bajo la mirada y era uno de ellos, el de la espalda plateada, que pasa por mi lado como si tal cosa. Reconozco que durante unos segundos sentí algo cercano al terror, pero me tranquilicé al sentir la mano de uno de los guías invitándome a que permaneciera inmóvil. Una hora dura la visita. Una hora durante la cual sientes la sensación de que estás viviendo algo único. Tocó desandar el camino y cómo me verían los guías que hice el camino de retorno en volandas, como si la selva fueran las escaleras del Folies Bergère. Luego ya, cuando vuelves al hotel, piensas en qué tipo de persona puede sentir placer a la hora de matar a un animal solo por matarlo. Y qué curioso que la primera persona que se me viene a la cabeza es el emérito.

Tras la visita a los gorilas, toca la de los chimpancés. El ‘trekking’ es menos complicado, pero también tiene lo suyo. Conclusión: que creo que soy más de senderismo, aunque no haya hecho senderismo en mi puñetera vida. Al menos, de manera consciente. Abandono la Ruanda profunda en helicóptero. Íbamos a salir a las diez de la mañana, pero las condiciones meteorológicas lo impiden. Yo espero, no ten- go prisa. Después de un ratito alguien dice: “Vámonos corriendo que parece que el mal tiempo despeja”. Antes de montarme en el helicóptero nos habla un señor que en teoría quiere tranquilizarnos: “No os preocupéis, debido a la tormenta solo hay riesgo los veinte primeros minutos de vuelo”. A ver: no creo que sean las palabras más adecuadas para decírselas a unos pasajeros antes de subir a un aparato que vuela. Eso o que la palabra ‘risk’ –“riesgo” en español– tiene una connotación mucho menos dura en inglés que en nuestro idioma. El caso es que hago el viaje más tenso que el palo de una escoba. Agarrado al asiento como piojo a la cabeza. Durante el vuelo observo de reojo al piloto, que conduce –o lo que sea– con habilidad, sorteando nubes que no se acaban nunca. Y nos va explicando: “Voy a coger por este valle porque así no nos damos con esa nube”. O: “Voy a desviarme por aquí que parece que está más clarito”. Cada vez que sorteamos una montaña va creciendo mi esperanza de aterrizar sano y salvo hasta que llegamos a Kigali, la capital. Me bajo del aparato tieso como la mojama. Pero fíjate que ahora que voy a abandonar el país me entra la nostalgia y pienso: “¿Qué estará haciendo mi familia de gorilas?”.

Después de dos vuelos nocturnos llegamos totalmente derrengados al aeropuerto de las Cataratas Victoria. Pierden mi maleta. Mira, me da igual, estoy tan cansado que pueden quedársela para quemarla durante una verbena. Me alojo en un ‘lodge’ muy bonito. Si quiero salir de él a partir de las seis de la tarde tengo que avisar a un guía para que no me coma un león. El toque de queda se levanta a las seis de la mañana. La otra indicación que me ofrecen es más tranquilizadora: “Si estás en el porche y aparece un leopardo levántate cómo diciendo: ‘¿Qué haces tú aquí?’. Y entonces él se largará. No se te ocurra levantarte y dar un paso hacia atrás”. Prefiero no preguntar por qué.

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