El alcohol y yo

En mi casa nunca ha bebido nadie. Y cuando venían visitas a almorzar se abría una botella de vino de manera excepcional. Yo no hice botellón en mi vida. Comencé a beber copas —gin tónics, para ser más exactos— cuando empecé a salir por el ambiente gay.

Como me daba ansiedad entrar a un bar, nada más pasar el umbral, me dirigía a la barra y me pedía una copa. Durante los años en los que el trabajo ocupó la mayor parte de mi tiempo, usé el alcohol como ansiolítico. Era tal el nivel de adrenalina que soportábamos en los platós que llegaba el fin de semana y nos desmadrábamos.

Fue una época divertida, no nos vamos a engañar. Nos iba bien y, luego, lo celebrábamos en almuerzos que se alargaban hasta bien entrada la noche, o en cenas que terminaban en desayunos. Hay una edad en la que el cuerpo aguanta lo que le echen y tiene muy buena prensa estar permanentemente con una copa en la mano y despertarse con una resaca.

Cada vez bebo menos porque no me sienta bien. Porque, además, este verano me hice unos análisis muy exhaustivos y me salió que no metabolizo bien el alcohol, de ahí que a veces tenga unas lagunas de memoria tremendas. Mis amigos se creen que les miento pero si yo bebo una noche, al día siguiente no me acuerdo de muchas cosas.